Cotidianidades... 79
18/nov/2014
Cotidianidades…
Por razones profesionales debí estar fuera de
casa algo así como una semana. Desde días antes le avisé a mi hijo sobre la
inevitable y temporal separación, lo cual el querubín pareció comprender bien y
hasta tomar con cierto gusto. Esto se puede comprender con facilidad, en tanto
tengo fama de ser el regañón de la familia, además de mantener la infeliz costumbre
de incluir frutas y verduras en el menú diario. Es decir, soy el malo de la
película.
La cosa parecía ir en calma
y conforme a lo planeado hasta el momento de la despedida, cuando el ambiente comenzó
a tomar cariz de drama, mismo que Televisa no habría trasmitido por temor a que
sus televidentes se suicidaran de la depresión.
El pequeñín corría feliz por
la casa, como persiguiendo a un perrito imaginario, mientras yo sentía que la mitad
de mi ser se desmoronaba, que la vida comenzaría a apagarse apenas cruzara el
umbral de la puerta, y no encontraba las palabras adecuadas para contarle lo
importante que él ha llegado a ser en mi existencia y cuánto lo iba a extrañar.
Traté de explicarle que no
era un viaje común y corriente, sino que iba a una aventura donde quizá correría
peligros mortales, enfrentaría a fieras humanas y saldría bien librado sólo con
la ayuda de los dioses del Olimpo, le quise contar de los riesgos que tendría a
sucumbir ante los espejismos, la angustia y la desesperación, y también quise
asegurarle que aún en los trances más difíciles estaría pensando en él.
Como de cualquier modo no
dejaba de correr y parecía no querer ponerme atención, juro que le metí el pie
con la intención de detenerlo, no para que cayera y terminara de panza en el
suelo, como finalmente ocurrió.
Sufriendo más por la
vergüenza de haber caído que por el trancazo, el niño se levantó rápido,
intentando controlar los pucheros y aguatándose el llanto.
La situación no tenía
desperdicio.
Aproveché ese momento para
ponerme de rodillas ante él y con gesto de Victoria Ruffo cuando se le queman
los frijoles, le dije que había llegado la hora de despedirnos.
Mi hijo, al descubrir que
una lágrima estaba por emerger en mi rostro macilento, se acercó despacio, con
sus manitas tomó mi rostro y, viéndome directo a los ojos, me dijo:
—Me traes algo.
Iba reclamarle a mi mujer la
mala educación que le ha dado a ese canijo chamaco sin sentimientos, pero antes
de que yo pudiera hablar colocó una chamarra sobre mis hombros, me arrimó la
maleta y después de un suave beso me pidió que le pusiera velocidad a mis
movimientos, porque el taxi ya estaba esperandome y por andar de dramático podía
perder el vuelo.
A pesar de las sonrisas de
despedida y los buenos deseos expresados, comprendí que a Peña Nieto se le iba
a extrañar más ahora que andaría por China, que a mí en un viaje a la Ciudad de
México.
Ya en el avión concluí que
si bien es verdad que las despedidas tienen su dosis de dolor, quizá también
encierran algo de miedo y arrogancia: Nos da temor de que ocurra algún
infortunio mientras no estamos cerca de los seres amados, y algunos llegamos a
creer que sin nosotros la vida cotidiana de la familia será difícil de
sobrellevar, en tanto nos consideramos indispensables para rituales que
conforman el día a día.
Es así como padres y madres
de familia, abuelas y abuelos, y a veces hasta las generaciones más jóvenes, se
resisten a salir de viaje, a dejar la casa, a tomar oportunidades que el
destino les presenta, bajo el argumento de que si ellos no están, ¿cómo le
harán los demás para seguir viviendo?
Claro, no es lo mismo salir
de vacaciones que escapar, y de ninguna manera es igual comenzar un viaje para
mejorar la vida de aquellos a quienes consideras importantes en tu vida, que
huir de problemas financieros y sociales que por tu incapacidad has ido
generando en el espacio donde vives.
En mi caso fui en busca de
algo que, consideramos en casa, puede ser bueno para todos, y cuando volví del
viaje mi esposa me recibió contenta. El niño, en cambio, estaba muy enojado, y no
porque me haya olvidado de traerle un detalle, sino porque a veces los más
pequeños de esa manera demuestran su enfado ante lo que consideran un abandono.
Aunque su gesto malhumorado no
era la expresión de cariño que esperaba recibir, la acepté sonriente. Lo forcé
a venir hacia mí, pronto se dejó caer sobre sobre mi pecho y, por fin, con un
abrazo apretado, me contó cuánto me quiere.
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