Cotidianidades... 78

11/nov/ 2014

Cotidianidades…
Creo que estaba entrando a la adolescencia cuando soñé que me encontraba una moneda de oro. Fue un sueño vívido, en el cual alguien alcanzó a avisarme que estaba por despertar y además me señaló la necesidad de apretar el puño con fuerza o de lo contrario la moneda desaparecería.
Desperté con el puño cerrado y, se los juro, tuve la sensación de la moneda encajada en la palma de la mano izquierda. Casi al mismo tiempo que nació la ilusión de poseer ese pequeño tesoro, emergió la certeza de que apenas abriera la mano sudorosa, la moneda, irremediablemente, desaparecería para siempre.
Disfrute esa quimera unos segundos y luego abrí la mano para, como ya se imaginarán, encontrar que estaba vacía.
Convengamos que no me quedaba de otra. Una segunda opción era quedarme para el resto de mi vida con el puño cerrado, convencido de la existencia de esa moneda que de cualquier forma nunca podría usar, porque si bien era de oro no resistía el contacto con la realidad y así tampoco era útil.
Después de esa experiencia onírica, cuando tenía una fantasía, un deseo o una ilusión que no llegaba a concretarse, intentaba pasar el trago amargo diciéndome en voz baja “sólo era una moneda en la mano” y trataba de sonreír con gesto de “ni me dolió”.
Con el tiempo y siempre en ese afán de intentar controlar el destino, busqué un patrón entre mis ilusiones, la pasión que les ponía para alcanzarlas y el resultado. Claro que dicho patrón no existe, y a veces no importa las ganas y el ímpetu con que empujes las cosas, simplemente no se dan porque no estás lo suficientemente listo para logar el objetivo, porque alguien hizo trampa o debido a que intentas enganchar lo inasible y no eres capaz de decírtelo ni el valor de aceptarlo.
Claro que hay ciertas reglas, por ejemplo, si juntas capacidad con entusiasmo y además aprovechas el momento, tienes más posibilidades de alcanzar el éxito. Por otro lado, si tienes el valor de encarar la realidad sin ponerte demasiadas vendas, también detectarás a tiempo algunas batallas perdidas o aceptarás verdades dolorosas.
Lo anterior ocurre con las ilusiones y los anhelos personales, ¿pero qué pasa cuando ese deseo, esa esperanza, es de un colectivo como lo puede ser un pueblo, una ciudad o un país?
Ayotzinapa representa una esperanza nacional rota. Muchos esperaban, esperábamos, que los 43 normalistas volvieran vivos a sus casas, que fueran ciertas las mantas anunciando que aún no los habían matado y que por un destello de inteligencia o de compasión, los tuvieran con vida.
Cuando comenzaba a ser evidente que no iban a regresar, el padre Solalinde denunció lo que ahora ya aceptó la PGR: además de matarlos los habían incinerado. Sin embargo muchos le pidieron que se callara, pues era una verdad que no deseaban escuchar.
Por otro lado, mientras buscaban a los normalistas aparecieron varias decenas de osamentas enterradas que no eran de ellos y que se convirtieron en números, cuyo anonimato de pronto invisibiliza el drama personal, el terror antes de la muerte de cada una de estos seres humanos, la angustia de las familia y el comienzo de una ilusión imposible de ser cumplida: que mi ser amado, mi hijo, mi madre, mi padre, regrese.
En cada una de estas tumbas masivas está enterrada la justicia, el estado de derecho, la paz de muchas familias y las ilusiones de personas que tuvieron muertes terribles.
Es evidente que para el ahora ex alcalde de Iguala debía ser normal ordenarle a sus policías secuestrar a quienes se le opusieran y entregarlos a la muerte. Tan regulado tenían el método que los subalternos no tuvieron dudas sobre lo que debían hacer ni de los pasos a seguir. Y tan deshumanizados están todos ellos que no tuvieron ningún empacho o remordimiento en cumplir esas órdenes atroces.
El asunto se les escapó de las manos porque la sociedad volvió los ojos a los estudiantes. ¿Cuántos muertos más están enterrados ahí y no han sido localizados? ¿Cuántos otros gobernantes con esas costumbres hay en el resto del país? ¿Qué debemos hacer para que estas masacres paren?
Platicando con amistades y familiares, me encuentro con un discurso derrotista, con la convicción de que el país ya no podrá mejorar, pues este ambiente casi sin ley que nos rodea es producto de una corrupción invencible.
He estado a punto de caer también en el desencanto, sin embargo, por suerte y gracias a mi oficio, últimamente he podido ver a los ojos a muchos niños, y de verdad, los traen cargados de ilusiones e infinitas esperanzas, y entonces vuelvo a creer que un cambio tan rotundo todavía es posible.

 

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