Cotidianidades... 76

28/oct/2014

Cotidianidades…
No es fácil ver cómo se apaga la vida en un ser querido. Comprender la cercanía del final puede angustiarte y, en no pocas ocasiones, te lleva a una contradicción moral, porque ante el sufrimiento o la fortaleza menguada, llegas a desear que termine la vida de esa persona y no es agradable desearle la muerte a quienes quieres, así aceptes que ya se acabaron los caminos de regreso a lo que algún día fue.
La abuelita de mi esposa, doblegada por los ciento dos años que lleva encima, me ha generado esta sensación. Le deseé que su vida terminara pronto y sin sufrimientos, aunque ella con sus actos ha demostrado que partir de este mundo no es su principal deseo.
La posibilidad de su muerte convocó la presencia de seres queridos a quienes por décadas no había visto. Fue una serie de coincidencias las que provocaron que varios familiares llegaran desde muy lejos, casi al mismo tiempo y con una intención similar: despedirse de quien con sus buenas acciones y un coraje a prueba de contrariedades los sacó adelante en la vida.
La abuelita Efigenia enviudó joven y se quedó con cuatro hijos, a los que debió sumar tres niños más, heredados de unos compadres muertos. Esos pequeños la eligieron como mamá por encima de familiares bastante cercanos y, según cuentan, ella los recibió como si se tratara de bendiciones, aunque por esos años sólo podía compartirles carencias y pobreza.
—Yo me quedé con ella hasta el día de mi boda —dice la hija adoptiva, mientras sostiene la mano de su madre adormilada—. Mi mamá Feña me enseñó a cocinar, a trabajar duro y a su modo, también me enseñó que no hay imposibles. Imagínate, era campesina, pequeñita, delgaditita, en un lugar machista y con siete chamaquitos; ahora hay parejas juntas, con sueldo seguro y que se quejan porque no pueden con dos hijos.
La abuelita tiene muchos años sorprendiéndonos con su resistencia física. A los ochenta y cinco, por ejemplo, todavía intentó trepar a los árboles de mango para bajar los frutos sin magullar, y los nietos debieron echar mano de sus mejores argucias para  impedírselo, y hasta no hace mucho mantenía la esperanza de enterrarnos a todos, porque —según explicó— la vida es muy linda como para perderla sólo porque ya se tiene más de cien años.
La muerte de su último hijo biológico la hundió en la depresión. Creímos que ella también se iría, pero se repuso apenas alguien le sugirió que pronto visitaría a los hijos muertos, y con mirada seria respondió que mejor buscaran a otro para ir a ver cómo estaban, bajo la certeza de que ella quedaría muy agradecida ante tan sacrificada acción.
Salió de la depresión, pidió festejar su cumpleaños e incluso se levantó de la silla de ruedas para dictar ordenes imperiosas que nos hicieron revivir viejos tiempos, cuando ella mantenía el orden de la casa con mano firme, que a su entender era la única manera de encarar la vida diaria.
Sin embargo un día tropezó con el tiempo y entonces vino un declive lento pero constante. La abuelita Efigenia sintió que las fuerzas no le daban para más y comenzó a preguntar qué daban de comer en el cielo, algunos creemos que explorando la posibilidad de que ella, con sus conocimientos de lustros dedicados a la cocina, pudiera enriquecer el menú celestial.
Nos empezamos a preparar para la despedida, pero fue entonces cuando llegaron las visitas cargadas de cariño, gratitudes y buenos recuerdos. La abuelita se levantó de su lecho de moribunda para seguir disfrutando el presente, y desde entonces nos ha sorprendido cantando firme por el placer de hacerlo y a la hora de rezar su voz ha sonado tan fuerte, que salió del cuarto, pasó por la sala, atravesó el comedor y llegó a la cocina, donde los demás nos miramos con gestos atónitos y sonrisas asombradas, al tiempo que nos preguntábamos si realmente era ella y nos decíamos que sí, como tratando de aceptar un acto inverosímil.
La abuelita sigue avanzando hacia el final. Todos lo hacemos. La diferencia es el ritmo y la velocidad que llevamos. Ella ha decidido hacerlo con pasos lentos y cortitos —a los que le da derecho la edad— y entonando sus viejas canciones de Michoacán, de tal forma que cuando llegue por ella la muerte tal vez la haga dudar de su encomienda, porque estamos seguros de que hasta el final, a la abuelita se le verá muy llena de vida.

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