Cotidianidades... 156

Por razones profesionales debí ver a un amigo en una cafetería cerca de mi casa, con la promesa que no tardaríamos más de quince minutos en el encuentro.
Llevé conmigo al querubín, que soñaba con caminar por las calles mostrándole al mundo que él es el verdadero y auténtico Capitán América, y como prueba irrefutable iba enfundado en su disfraz, llevaba una máscara original (hecha con fieltro y entusiasmo) y su escudo de adamantio de plástico de verdad.
Mi amigo me esperaba con una trampa emocional. Ahí estaba su padre, un señor que en nuestra adolescencia nos acompañó con consejos, bromas y risotadas, y a quien tenía varios lustros de no ver.
Claro que los quince minutos se convirtieron en más de una hora de charla entretenida (para los adultos, no para el niño).
Mientras manejaba de regreso, y para descargar cierto remordimiento, le pedí disculpas a mi hijo por haber tardado tanto en el café, sobre todo en virtud de que yo le había prometido que se trataría de una reunión corta.
Él, contradiciéndome, me contestó emocionado:
—Papá, ¡estuvo padrísimo! Al señor grande le gustó mi traje, tu amigo jugó carritos conmigo y tú y yo estuvimos luchando.
Es verdad que mi hijo suele sumergirse con facilidad en las arenas movedizas de la imaginación (lo cual me da mucho gusto), pero esa mañana no estaba inventando. Las tres situaciones ocurrieron, sólo que cada una fue tan breve —tal vez menos de un minuto— y separada una de la otra, que yo no las tomé en cuenta.
En cambio el niño, con un optimismo a prueba de adultos aburridos, melancólicos y dicharacheros, sacó los mejores momentos y desapareció los grises o fastidiosos. Lo volteé a ver con sincera admiración, y si más tarde no le pedí un autógrafo, es porque tengo claro que todavía no sabe escribir.
A los pocos días participé en un curso con miras a producir un noticiero para niños, niñas y adolescentes, en el cual nos invitaban a dar cada noticia, historia o reportaje con un toque de felicidad o esperanza.
Aunque la propuesta me parecía interesante, yo tuve una duda: Si un tema es desolador y en realidad no tiene solución ni final feliz, ¿no debe presentarse así ante los niños, aunque sea eventualmente, en tanto de cualquier forma en algún momento  de su vida se enfrentarán a la desesperanza?
La respuesta del capacitador fue amable y directa:
—No. La esperanza ayuda a aliviar la situación, además nos enseña-educa a buscar solución a las dificultades, a encontrar el lado positivo de cualquier asunto. Quitar el factor felicidad o esperanza, podría implicar plantear un modelo de actuación cotidiano que se enfoque sólo en lo negativo.
De inmediato vino a mi mente la imagen del querubín llevando a la práctica, con total naturalidad, lo que yo como adulto debía aprender o recordar.
Y me pregunté si yo en mi cotidianidad sería capaz de aplicar esa manera de ver la vida.
De entrada comprendí que estaba complicado. Y es que tener como Presidente a un hombre que no sabe para dónde girar el timón y que piensa que corrupción es parte de la cultura, ver cómo el dólar se deprecia a un nivel histórico (en ese sentido, el Asesor Financiero Mauricio Farrera Athié, calcula que en los últimos cuarenta años el peso se ha devaluado la friolera de 100,000%), saber que el Tribunal Electoral del Estado de Chiapas se declara en quiebra porque Hacienda no les ha depositado (no me imagino cómo le  irá a los proveedores a quienes le deben), advertir cómo crece el número de feminicidios en el país, sentir que no hay dinero circulando en las calles y que el panorama económico pinta para peor para el siguiente año, no dan muchos ánimos para pensar en momentos esperanzadores o felices.
Entonces, a pesar del contexto, decidí aplicar el estilo de mi hijo y a la vez adaptar la máxima de Alcohólicos Anónimos: “un momento a la vez”.
Así que desde hace unos días, intento hacer a un lado mis malos humores y aquilatar el gesto de alegría del querubín cuando llego por él a la escuela, el café de la noche con la dueña de mis quincenas, los abrazos de mi padre, los cariños gastronómicos de mi madre, las bromas de mis amigos y hasta el verde de los árboles cuando voy manejando.
¿Se trata de evadir la realidad, rogar por soluciones mágicas o sumarme al grupo de los que no sufren porque no piensan ni critican? De ninguna manera. Se trata de no sólo observar lo negativo que me rodea y de darme chance de disfrutar los regalos cotidianos de la vida, bajo la conciencia que esos momentos de serenidad y disfrute, me darán más fuerza y capacidad de análisis para enfrentar las crisis que nos están armando quienes desgobiernan estas tierras.
Hasta la próxima.
 
 

 

 

 

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