Cotidianidades... 119
Cotidianidades…
Cuando
era niño, durante una temporada viví en una colonia donde todavía se podía
salir a correr por las calles, jugar futbol o pretendernos exploradores en los
terrenos baldíos. Sabíamos nuestros nombres, pero en no pocos casos algunos
contaban con apodos heredados de sus padres y así los llamábamos sin que por
ello se sintieran ofendidos.
De
entre todos los vecinos recuerdo a Manuelito, que vivía frente a la casa de mi
abuela y además de ser amable con los adultos, tenía la cualidad de preocuparse
por los más pequeños y el defecto de aparecer donde no era requerido, lo que no
pocas veces le significó la amenaza de ser agarrado a golpes por otros niños
con menos paciencia o más acostumbrados a modos violentos de resolver los
asuntos.
Manuelito,
echando mano de la diplomacia y para no quedar mal parado, se retiraba diciendo
algo así como: “sólo porque soy buena onda, no te meto tu buena madriza”.
Tantas
veces lo dijo, que terminó siendo una frase con la cual se le molestaba, a lo
que él, impertérrito, respondía: “De verdad, agradezcan que soy buena onda…”.
Una
tarde se encontraba entre nosotros el Chipilín, niño bueno para los trancazos y
acostumbrado a imponer su ley entre los más pequeños y aún a los más grandes
que él. Si bien ya había dado señales de estar harto de Manuelito, nunca
imaginamos que sin mediar palabras y nomás porque le fastidió ver que éste
escabullía de nuevo a una pelea, se le fue encima para sonarle dos puñetazos en
la cara.
Manuelito,
más pequeño y delgado, se revolvió como lombriz con sal y luego, transformado
en un Bruce Lee infantil, comenzó a devolver los golpes y patadas con una
ferocidad que nunca le imaginamos, al punto de terminar encima del Chipilín que
acabó llorando y pidiendo que lo ayudaran.
Nadie
se atrevió a meter las manos por él y sólo la mamá de Manuelito fue capaz de
sacar a su hijo del asiento humano que se ganó de sorpresa.
—¡Se los dije! —gritó Manuelito mientras se lo
llevaban— Por buena onda es que no quería
pelear.
A
la tarde siguiente, como correspondía en esos casos, los niños volvimos a
reunirnos como si nada hubiera pasado. Manuelito y el Chipilín no firmaron la
paz, simplemente aparentaron dejar el asunto en el pasado, porque las cosas ya
no fueron iguales: Nadie volvió a molestar al primero y el segundo dejó de
buscar peleas.
En
algún momento incierto mis padres y yo nos mudamos a la colonia donde habría de
vivir una buena cantidad de años, al poco tiempo Manuelito y su familia
migraron al otro lado de la ciudad y el Chipilín desapareció, algunos dijeron
que por Oaxaca, escapando de quién sabe qué afrenta familiar que le significó
la muerte a uno de sus hermanos mayores y que en aquel entonces rondaba por los
veinte años.
Durante
más de tres décadas no volví a saber de ellos y, como ocurre con muchas
amistades que se encuentra en el camino, poco a poco los fui olvidando.
Hace
unas semanas fui invitado a una reunión de trabajo para plantear distintas
estrategias para promover la preservación ecológica. Mientras me presentaba
ante todos, noté que volteó a verme fijo el encargado de tomar nota de los
acuerdos. Luego, cuando él se presentó como el Ingeniero Ambiental Manuel Z.,
comprendí que podría tratarse de mi amigo de la infancia, sólo que se veía
demasiado envejecido.
«Quizá
sea un homónimo», me atreví a pensar, pero apenas hubo un descanso, ese hombre
de frente amplia, canoso y mirada triste se acercó a preguntarme si yo era el
mismo Luis con quien jugó en una calle empedrada en el suroriente de la ciudad.
El
gusto que me dio encontrarlo se vio pronto eclipsado por las vicisitudes que escuché
que vivieron él y su familia, a las cuales resistió gracias a una enorme
capacidad de resiliencia. Sin embargo, y como si el destino quisiera probar su
capacidad de aguante, se casó con una chica con un mal congénito que sólo se hereda
a los hijos varones, el cual implica una degeneración muscular imparable, y que
llevó a la tumba a los dos hijos que tuvieron.
—Llámame mala persona —me dijo—, pero no pude resistir más tiempo
junto a ella, y después de enterrar a mi último niño, ya no fui ni a pararme a
mi casa. Digamos que vivo huyendo, no de ella, sino de mí mismo. El problema
(comentó con una sonrisa) es que a cada rato me alcanzo.
Entonces
cometí el error de no detenerme. Abrí la boca para evocar el pasado y comenté
que nunca volví a ver al Chipilín.
—No eres el único —me contestó—. Yo sí volví a tener contacto con él.
Nos hicimos muy amigos. Él era comerciante y le iba bien. Hasta contrató como
contadora a una de mis hermanas. Hace unos años desapareció allá en Oaxaca.
Encontraron su auto, pero a él no. Ya sabes, esas cosas que sólo pasan en
México. No sólo nos faltan 43 —remató
y volvimos a la reunión pues ya nos llamaban.
Me
despedí a la distancia porque salí más temprano que los demás.
Hace
unos días llamé a un amigo en común, me contó que Manuel había renunciado para
irse a Costa Rica, donde le dijeron que había una posibilidad laboral. No
entendían por qué se fue, si todo iba de maravilla y ganaba bastante bien.
—Hay gente a la que le gusta saltar al
vacío —le respondí, y en mi interior le deseé
un buen viaje a Manuel, con la esperanza de que pronto termine su batalla
interior y por fin pueda estar en paz consigo mismo. Hasta la próxima.
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