Cotidianidades... 108
09/07/2015
En todos los pueblos siempre hay personajes
imprescindibles, sin los cuales el paisaje parecería yermo y no habría tantas
anécdotas que contar.
Los hay desde quienes se
ganan el respeto y casi la veneración de varias generaciones, como las
parteras, que ayudan a nacer a decenas de niños y niñas en los cuartos der sus
padres o junto al fogón de la cocina, pero también está el buscapleitos, la cuenta
leyendas, el que presta dinero y, cómo no, el borrachín del pueblo, que de
pronto aparece en medio de las fiestas familiares zapateando al ritmo de la
marimba y con la mejor bebida de la casa en las manos.
Hace varias décadas, en el
pueblo de mi padre, hubo un hombre que de trabajador y honrado se echó a la
bebida hasta que logró —como lo describía mi tío Humberto— olvidarse de sí
mismo.
Con el tiempo fue perdiendo
pertenencias, respeto y familia, y para pagar sus borracheras debía echar mano
de trampas, tranzas y robos descarados.
Además del borrachito, vivía
ahí doña Griselda (nombre ficticio, claro está), quien además de vender licor y
cervezas, no tenía muchos escrúpulos para hacerse de los bienes ajenos, los
cuales escondía en un hoyo en un bodega y luego iba a venderlos a otras
poblaciones y si le daba el ánimo, aun dentro del mismo pueblo.
Claro que los caminos del
borrachín y de doña Griselda no tardaron en encontrarse y, a cambio de algunos
litros de licor barato la señora recibía gallinas, guajolotes y lechones
robados. Tan consciente estaba la señora del origen del pago, que cuentan las
malas lenguas y la mía que lo repite (o escribe), que en no pocas ocasiones instigó
a su beodo cliente a conseguir productos específicos, como el molino de mano de
doña Rosita, la cazuela nueva de la prima Elvira o algunas galletas de la
tienda de la tía Conchita.
Por supuesto que pronto se
supo quién era el ladrón de diario y también el destino de lo robado, pero el
que sufrió de inmediato las consecuencias de sus actos fue el borrachín, a
quien todos vigilaban con atención, comenzaron a correrlo de las fiestas y
hasta le echaban a los perros (y no con intenciones románticas).
Bueno, si hubo una persona
que siguió confiando en él, doña Griselda. La señora se sorprendió de que a
pesar de los rumores y de que los pasos del borrachín eran custodiados con
atención extrema, él siguiera llegando con pollos, lechones y artículos de
cocina.
La relación comercial entre
ambos personajes terminó cuando la doña comprendió que el borrachín había
descubierto su escondite en la bodega, y que cada mañana saltaba la barda de su
patio trasero para elegir entre los animales que por ahí andaban o los
artículos ocultos, para luego vendérselos a ella misma.
No sé si sea cierto que lo
correteó varias calles con la promesa de romperle un molino de mano en la
cabeza o si sólo se la rementoteó con toda la riqueza verbal de que dispusiera
la señora. El caso es que su sociedad comercial se fracturó para siempre.
Esto viene a colación porque
ahora que se desarrollan las campañas políticas, de pronto nos encontramos con
una caricatura de esta historia verídica, sólo que llevada a un nivel macro:
Miles de personas se sienten agasajadas por los regalos que reciben y quizá
hasta elijan a quien dar su voto a partir de la esplendidez del candidato, sin
considerar que en el mejor de los casos, esos regalos tienen como origen la
mala distribución de los impuestos (se le asigna más dinero a las partidos
políticos que a necesidades en salud, por ejemplo), y que también son productos de la corrupción, del
desvío de recursos en las dependencias y de la venta de favores. Es decir,
tienen como origen el robo y malversación de nuestros recursos, que son usados
para adquirir baratijas y espejitos que luego nos obsequian con la intención de
comprar nuestra voluntad y el voto.
Existen o existimos personas
a quienes de pronto nos invade cierto sentimiento de superioridad, y cuando se
señalan asuntos como el anterior, volteamos a ver como objeto de la compra de
voluntades a gente humilde y sin recursos económicos, que son acarreados a los
mítines y se comprometen a votar por un determinado partido, a cambio de
despensas de hambre o de seguir recibiendo algunos beneficios públicos.
Sin embargo, no son ellos
los únicos “comprados” con los recursos que bien distribuidos y administrados
deberían traer beneficios reales a todos.
En esa bolsa habría que
considerar a aquellos y aquellas que a cambio de un puesto en el gobierno, de
la asignación de una obra o de espacios para volverse proveedores, apoyan a
personajes deleznables, que evidentemente van por el poder y el beneficio
económico personal. No alcanzan a comprender que mientras obtienen parcas
ganancias, el mundo a su alrededor se está desmoronando, y que el dinero obtenido
siempre será poco, si se toma en cuenta el pésimo estado de nuestras calles
oscuras, la inseguridad en aumento que nos hace temer por el bienestar de
nuestros seres queridos, la mala calidad de los servicios públicos y el
desabasto sin sentido en los hospitales públicos, y los invitaría a hacerse una
pregunta: ¿de verdad estoy construyendo un mundo más bonito para mis hijos?
Bueno, esa es una pregunta
que podemos hacernos todos, pero como dijera una tía, “estamos hablando de
quienes se dejan corromper por un poco de paga, no de nosotros que somos bien
decentes”. Hasta la próxima.
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