Cotidianidades... 219
Cuando descubrí un
paquete de cartas sobre la mesa, se me ocurrió contar que por varios lustros he
practicado trucos de magia con naipes. Al escucharme, Toño, un niño de ocho
años, me retó a demostrar que mis palabras eran ciertas.
No
me hice del rogar y convoqué las miradas de más testigos. Las cartas no tenían
una forma regular, lo que dificultaba maniobrar con ellas. Sin embargo, recordé
un par de ejercicios que venían bien para el momento y para ese paquete de barajas
en especial, y puse lo mejor de mí con tal de impresionar a mi público.
El
esfuerzo valió la pena, Toño y los otros espectadores me pagaron con francos
gestos de sorpresa, e incluso el niño llamó a su papá para contarle el milagro
que acababa de ocurrir ante sus ojos.
Poco
después Toño recuperó la serenidad y, como suele suceder en muchas ocasiones
con la magia, buscó hasta encontrar una explicación al truco.
—Ya
sé cómo me engañaste —me dijo de pronto—. Fue con tus palabras. Me contaste muchas
cosas para confundirme y que yo no viera lo que hacías con las manos. En tus
palabras estaba el truco.
Sin
pensarlo mucho le di la razón. Creo que todavía pretendí decirle algo más, pero
temas nuevos tomaron por asalto la mesa y la charla derivó hacia asuntos más
realistas, al mismo tiempo que los niños armaban otro juego y dejaban en el
pasado lo de la magia.
De
cualquier forma, estuve dándole vueltas a las palabras del niño durante un
largo rato. Algo ahí me había chocado, aunque no sabía qué.
Finalmente
encontré la respuesta: no quedé conforme de haber aceptado como cierta su
explicación, pues eso implicaba dejarlo con una premisa falsa; porque en la
magia como en la vida, si bien las verdades y los engaños a veces se evidencian
a través de las palabras, lo más común es que se descubran por las acciones.
En
mi defensa y para calmar mi conciencia, argumenté que finalmente de eso se
trata el ilusionismo, de engañar al espectador así sea con las florituras
verbales para, de ser posible, regalarle un momento mágico.
Pero
—y este “pero” al final de cuentas me resultó pesado— cuando se realizan trucos
de magia desde el principio hay un acuerdo fundamental entre ilusionista y
espectador: el primero intentará engañar al segundo para asombrarlo. Si lo
logra, si lo convence con su acto, si es capaz de escamotearle la realidad,
entonces habrá cumplido con el acuerdo. En ese caso puede decirse que la
mentira perpetra una verdad.
En
cambio yo, además de sorprender al niño con el truco —que era el compromiso—,
lo engañé al aceptar como cierta su explicación. Y no me gusta la idea de haber
ayudado a que mi joven amigo intente aprehender el mundo únicamente a través del
análisis de los discursos, sino que debí invitarlo a abarcar con su mirada y
capacidad crítica un contexto más amplio, considerando las acciones, las
intenciones, las complejidades.
Sólo
fueron un par de trucos, sólo se trató de un acto que duró menos de diez
minutos, sólo era un juego; pero también era una oportunidad para invitar a ver
un poco más allá de lo inmediato, a explorar qué hay detrás del palabrerío,
porque de aquellos que se conforman con sólo esto último, ya tenemos
demasiados.
Espero
pronto volver a ver a Toño. Ya tengo listos otro par de ilusiones para
sorprenderlo y entretenerlo con mi verdad nacida del engaño. Y después, quizá,
si las circunstancias son adecuadas y él vuelve a mostrar su espíritu indagador,
lo invitaré a imaginar dónde estuvo realmente el truco, aunque eso me convierta
en un mal mago.
Hasta
la próxima.
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