Cotidianidades... 218
Cotidianidades…
A veces, en las mañanas frías, cuando el sol irrumpe dentro de la casa y me deslumbra con sus reflejos, recuerdo a mi abuelo Jorge, quien no era mi abuelo de sangre, pero que siempre me trató como a su nieto y me hizo sentir querido, me hizo sentir que tenía en él a un buen abuelo.
A veces, en las mañanas frías, cuando el sol irrumpe dentro de la casa y me deslumbra con sus reflejos, recuerdo a mi abuelo Jorge, quien no era mi abuelo de sangre, pero que siempre me trató como a su nieto y me hizo sentir querido, me hizo sentir que tenía en él a un buen abuelo.
En
su momento, él, como el sol de estas mañanas invernales, me deslumbró con sus
trucos de magia, con las historias que contaba de cuando recorría esas
carreteras de Chiapas de mediados del siglo pasado, y con su sonrisa que con
enorme facilidad se convertía en carcajada al recordar momentos divertidos o
grotescos de su vida. Él me enseñó, sin moralejas ni consignas, que era posible
reírse de uno mismo y no pasaba nada, al contrario, esa era una oportunidad maravillosa
para sembrar momentos de felicidad.
Eso
sí, de frente y con palabras precisas, en medio de sus borracheras me contaba del
terrible daño que provocaba el alcohol. Y estando sobrio insistía en remarcar
aquello de que “no hay borracho bonito”.
En sus últimos años, además, al verlo sufrir por lo deterioradas que tenía las
vías respiratorias, me demostró el daño doloroso que puede provocar fumar
varios cigarros al día.
Lo
recuerdo caminando sonriente por las calles del centro de la ciudad, con camisas
claras y de telas delgadas, con sus pantalones de vestir ligeramente
arremangados, como disfrutando cada paseo, quizá recordando las distintas
épocas y aventuras que vivió en ese territorio. También lo recuerdo evocando
con nostalgia su Mercury de los 40’s, y siempre enamorado de su vocho del 71,
que gracias a la tenacidad de mi hermana, todavía circula por estas calles
tuxtlecas.
La
última vez que lo vi, llegué a su casa para despedirme de él, pues a los pocos
días iba yo a emprender un viaje hacia Argentina que duraría al menos dos años.
Lo descubrí tan cansado y agobiado por la tos, y a la vez tan desgastado por el
tiempo, que al final me arrepentí; no tuve el ánimo de contarle que quizá ese
fuera el último abrazo que nos daríamos.
De
todas maneras yo se lo di con fuerza, apretado, dándole las gracias en silencio
y a la vez deseándole un buen camino, y cada vez que lo he vuelto a soñar, por
alguna razón dentro de mi sueño yo sé que ya no anda entre nosotros, y
aprovecho —consciente de que son instantes oníricos— para contarle que fue un
honor ser su nieto.
Hoy,
mientras descansaba unos minutos en una mecedora y disfrutaba el aire frío de
la mañana, de pronto me acordé de mi abuelo Jorge, quizá porque por unos
segundos me deslumbró el sol al rebotar contra una pared blanca, o tal vez
porque a su modo, es decir, sin aspavientos y sin decir una palabra, también me
enseñó que se puede ser feliz cualquier mañana del año con tan solo una taza de
café hecho con cariño, con un poco de silencio y con una laguna de recuerdos en
la cual puedas sumergirte así sea por un momento.
Hasta
la próxima.
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