Cotidianidades... 208
Con el querubín
abordamos el avión para regresar a casa después un viaje fantástico. Entre
tanta euforia, el niño comenzó a empujarme e intentó hacerme cosquillas para
comenzar una “lucha épica”, en la cual yo podía elegir ser el villano que más
me gustara, mientras que él sería el súper héroe que de cualquier forma me
derrotaría.
Más
o menos a la mitad del vuelo —y después de ciertos intervalos de descanso— la
lucha se tornó intensa, en ese momento, también, entramos a una zona de
turbulencias y viví las sacudidas más fuertes que haya sentido en un avión. Los
cinturones evitaron que nos eleváramos varios centímetros de nuestros asientos,
escuchamos cómo tronaba el fuselaje y comenzamos un evidente descenso con la
parte frontal inclinada.
El
niño me pegó en el estómago, con su gesto de pillo evidenciaba las enormes
ganas que traía de vencerme, atrás de nosotros escuché imprecaciones contra el
clima y el destino, alguien más rezaba y varias voces de angustia, que de
pronto sonaron a gritos, recorrían los pasillos del avión.
Yo
aproveché un momento de descuido del querubín para atacarlo con cosquillas, a
lo que él respondió con risotadas y colocando sus manos frente a mí como si
fueran garras de gato dispuestas a despedazarme. El avión seguía en medio de
esa turbulencia terrible, pensé que no tardarían en caer las mascarillas de
oxígeno y, a pesar de la angustia que traía atorada entre el cogote y los
intestinos, hice bizcos y saqué la lengua cuando mi hijo me avisó que estaba lanzándome
un rayo de energía eléctrica paralizante.
Nos
carcajeamos juntos, lo abracé para pretender morderle una mejilla, el avión por
fin se estabilizó y nosotros, entre un murmullo generalizado de alivio,
terminamos ese round que, como casi siempre, volví a perder.
Por
supuesto que respiré en paz. Sentí los efectos de la adrenalina bajando, y para
disimular mi turbación, para tener tiempo de engullir el miedo que viví, le
insinué a mi hijo que terminara su jugo y las galletas.
No
sé cuánto habrá durado el evento. A mí de pronto me pareció interminable, por
breves —quizá brevísimos — momentos llegué a creer en la posibilidad de un
desenlace fatal, casi igual de rápido recuperaba la fe en la tecnología y en la
habilidad de los pilotos, para de inmediato volver a perderla, y luego ya no le
hice caso a mis vacilaciones interiores, y decidí concentrarme en el juego con
mi hijo, en tanto era lo que mejor podía hacer por él y por mí, mientras
volábamos en ese armatoste que pesa toneladas y a una velocidad que ronda los
ochocientos kilómetros por hora.
Esa
noche, ya con los pies en tierra, nos reímos de la aventura que él calificó
como “de miedo y divertida”.
Por
supuesto que no hemos olvidado el evento, y las dos o tres ocasiones que hemos
tocado el tema, mi hijo sonríe con una carcajada ahogada, como si se estuviera
refiriendo a una travesura que no llegó a concretarse, y me dice: "Fue como un terremoto en el aire".
Pocas
semanas después vimos en las noticias que habían desaparecido tres estudiantes de
cine, y ahora, al saber el final que
tuvieron, comprendo que en muchos lugares de México, familias enteras encaran un
día a día lleno de turbulencias del que no saben si saldrán vivos. Nada más que
en este caso ya no queda jugar a que nada pasa, necesitamos realizar una
reflexión profunda y un cambio de consciencia colectiva que puede implicar un
alto costo personal, pero que en verdad vale la pena pagar.
Mientras
esto no suceda, seguiremos encarando cotidianamente la posibilidad de treparnos
a un avión que atravesará turbulencias mientras es manejado por personas a
quienes —está demostrado— no les importamos.
Hasta
la próxima.
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