Cotidianidades... 205
Viví en Buenos Aires
a principios de este siglo. Allá presencié la devaluación del peso argentino,
el corralito financiero que impedía a los cuentahabientes usar sus ahorros, los
cacerolazos como protesta contra el gobierno, las manifestaciones
multitudinarias en las calles, saqueos a comercios, que ese país tuviera hasta
cinco presidentes en una semana y, quizá lo más doloroso, vi cómo individuos caían
en la desesperación más profunda por su situación financiera familiar.
En
ese ambiente complejo, tuve la fortuna de conocer a personas maravillosas que
me abrieron las puertas de sus casas y sus corazones para invitarme, así fuera
por un ratito, a formar parte de sus familias.
Con
ellos recordábamos la entonces reciente devaluación mexicana con Zedillo, así
como el catastrófico efecto tequila, y también explorábamos todas las
condiciones y herramientas con que contaban para remontar la crisis.
Mentiría
si dijera que la sensación de angustia y dolor era permanente. Entre el caos,
mis amistades sacaban chistes de la nada, organizaban un asadito en el que
todos poníamos algo y se daban la maña para armar una fiesta de cualquier
encuentro casual.
Hace
unas semanas recibí un mensaje de Elsa —la madre de una amiga argentina y que a
su vez se convirtió en una amiga mía—, me contaba que ella e Ignacio, su
esposo, pensaban venir a México y pretendían visitarnos.
—¿Te
parece buena idea? —me preguntó ella.
—Me
parece fantástico —le respondí, y en familia comenzamos los preparativos para
recibirlos.
Teníamos
trece años de no vernos y si bien en el abrazo de bienvenida se desparramaron
energías positivas, éstas quedaron cortas frente a las emociones que tuvimos
los días siguientes.
Rondan
las siete décadas, pero la fuerza con que se avanzan hacia sus objetivos y la
jovialidad contagiosa con que se mueven, debería provocar sonrojo a varios ancianos
treintañeros que conozco.
Los descubrí compartiendo asombros con el
querubín, quien al igual que ellos, por primera vez veía el Cañón del Sumidero
y visitaba la iglesia de San Juan Chamula, y disfrutaron sinceramente —no
ocultaban que se les ponía la piel de gallina— ante las muestras de afecto.
Gozaron
compartiendo cariño y también dejándose querer.
En
una de las muchas charlas que tuvimos, le pregunté a Ignacio si ese era el
secreto para seguir viéndose jóvenes.
—No
lo sé —respondió él, pensativo—, no lo tengo claro. Lo que sí te puedo decir es
que disfruto sacándole una sonrisa a las personas, cuando lo logro, yo también
sonrío y entonces quedo encantado. Así soy feliz todos los días.
Con
ellos también comprendí cómo en el tono que le das a tus palabras, va tu manera
de encarar la vida. De esa forma, mientras yo me quejaba rabioso “¡¡Hoy hay
mucho tráfico!!”, él decía como aceptándolo —o tal vez sólo describiéndolo— “Ché,
hoy tocó tráfico”. Sin que esto implique mansedumbre o conformismo, al
contrario, disfrutan de paladear el éxito, nada más que, al mismo tiempo, están
convencidos de que no todo te puede salir perfecto:
—Es
como en el fútbol, siempre tenés goles a favor y goles en contra. Si te hacés
mala sangre por cada gol que te meten, dejarás de disfrutar el juego, y no se
trata de eso. Entonces, aceptá que hay goles en contra y seguí jugando. Eso sí,
tratá de que el siguiente gol sea tuyo.
Después
de cinco días de convivencia, los viajeros siguieron su camino, ahora de vuelta
a casa. Pareciera poco tiempo el que pasamos juntos, sólo que la experiencia
fue tan intensa y nos compartieron tanto de su forma de ser y de ver la vida, que
al final fue irremediable terminar queriéndolos más todavía.
Muchas
veces he pensado que las personas somos un poco como los arroyos, y mientras a
algunos los pasas con un salto, otros te dejan enseñanzas y añoras volver a
ellos. Ignacio y Elsa, para nosotros, son un río grande, con el cual esperamos
volver a encontrarnos.
Hasta
la próxima.
Foto:laRazón
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