Cotidianidades... 127
Cotidianidades…
Durante varios días el querubín estuvo insistiendo con que ya pusiéramos el árbol de Navidad y, no es que sea yo un “Grinch”, pero viendo hacia el futuro, si bien me daba un poco de flojera desempacar todos los adornos navideños en esta época, no podía imaginar cómo me iba a pesar guardarlos en enero… o febrero… o en Semana Santa.
Durante varios días el querubín estuvo insistiendo con que ya pusiéramos el árbol de Navidad y, no es que sea yo un “Grinch”, pero viendo hacia el futuro, si bien me daba un poco de flojera desempacar todos los adornos navideños en esta época, no podía imaginar cómo me iba a pesar guardarlos en enero… o febrero… o en Semana Santa.
Así, echando mano de
argucias y artilugios, intenté convencer al pequeñín de que estas fechas
decembrinas, en realidad sólo son producto de la mercadotecnia y de mentes
ambiciosas que nos invitan a gastar todos nuestros ahorros en regalos que nadie
necesita.
El niño me quedó viendo
extrañado, como si fuera yo un ente de otro planeta y, antes de hacer un
puchero, lanzó un grito llamando a su mamá.
Mi mente obnubilada apenas
alcanzó a pensar una palabra: ¡Catástrofe!
Pero ya montados en la mula,
había que aguantar los reparos y cuando vi venir hacia mí a la dueña de mis
quincenas, aguanté con gesto impávido, aunque debí esconder las manos para que
no notara cómo me temblaban.
—Con que haciendo llorar al
niño, ¿no es así?
—No fui yo, sino el choque
con la realidad lo que le resultó apabullante —respondí con una cara de
inocencia que, se los juro, me habría valido un Oscar.
—Alguien va a tener una
Navidad muy amarga —me advirtió— y no va a ser el querubín… digo, ¡el niño!
Sin embargo, yo ya estaba
como algunos que conozco de Villaflores: dispuesto a ganar la plática aunque no
tuviera la razón.
—Tú sabes que esto de las
fiestas y los regalos es un invento maquiavélico de los capitalistas sin
corazón —le contesté serio y dando saltitos con el pie izquierdo—. No puedes
acusarme por ser tan realista.
—La realidad te va a venir a
buscar —dijo mi mujer y se alejó con una sonrisa que al principio me llenó de
dudas, pero luego me provocó pavor.
Si alguna tenía en ese
momento, era de que se iba a vengar. El modo que tomaría su venganza era lo que
más me preocupaba y la estuve espiando durante varias horas. Ella, en lugar de
permanecer enojada, dio por reírse a cada rato de una manera que sólo podría
calificar como perversa.
Eso, en lugar de
amedrentarme, picó mi orgullo y me dije que ahora, si tenía que disfrazar a la
casa de algo, sería de día de muertos.
El teléfono sonó, mi esposa
levantó el auricular con una felicidad que no le cabía en el rostro y, sin
acercarse la bocina al oído, me lo entregó:
—Te hablan —me dijo y
comenzó a tararear algunos villancicos.
Al Pacino, en “El padrino”,
era una tierna criatura comparado con el rictus y el tono de voz con que
contesté. Del otro lado, sin amilanarse ni mostrar una pizca de temor, una voz
me advirtió:
—Voy a llegar al rato a tu
casa, y quiero que tengas todo listo porque vamos a adornar cada rincón. ¡¿ Entendido!!
Yo, eché mano de todo mi
valor para que en mi respuesta no se notara que me temblaba la voz:
—Sí, mamá…
La dueña de mis quincenas
había golpeado bajo, pero en lugar de disculparse me advirtió:
—Y yo que tú me apuraba a
bajar las cajas, porque mi suegrita santa dijo que iba a venir a las seis y ya
son las cuatro.
Mentiría si dijera que no me
sumé al espíritu navideño que invadió la casa. Mi mamá no llegó sola, iba con
mi papá y entre los dos nos llevaron una bandeja de pan, supongo que para
comenzar a practicar eso de subir varios kilos en pocos días.
Claro que debí buscar escaleras,
trepar a la parte superior de los roperos y mover bultos empolvados y cajas.
Por supuesto que tuvimos que probar las luces navideñas, lastimarnos los dedos
al cambiar las que no servían y sentirnos frustrados porque éste, como todos
los años, volvió a hacernos falta una extensión eléctrica.
A cambio de lo anterior, el
querubín estuvo feliz, encantado de tener a los abuelos en casa, sorprendido al
comprobar que nuestras esferas son capaces de aguantar tres rebotes antes de
romperse y fascinado con el pan que su abuelo eligió especialmente para él.
Estuvimos contentos, en
familia, convirtiendo la puesta del arbolito en un fantástico pretexto para
pasarla contentos. Quizá sólo cometí un pequeño error, y fue el no tomar una
foto para que esa noche tuviera un recuerdo material. Sin embargo, ese asunto
es lo de menos, supongo que las mejores imágenes quedan en la memoria y con
seguridad con el tiempo, en lugar de desgastarse como ocurre con las fotos de
papel, ésta se irá llenando con nuevos colores. Hasta la próxima.
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