Cotidianidades... 189

Comenzaban los años ochenta, yo era un niño que rondaba los ocho años y teníamos planeado visitar el pueblo de mi papá.
       En un arranque de nostalgia de mis padres, en lugar de tomar la carretera pavimentada, decidieron entrar por un camino de tierra que atravesaba un río calmo.
       Era octubre, mes lluvioso que le quita la serenidad incluso a los arroyuelos, sin embargo el río se veía tranquilo y, además, viajábamos en un vocho que nos hacía sentir imparables.
      Mi padre apretó el acelerador, entramos al agua y comenzó la aventura.
      Nos quedamos atascados a la mitad y los esfuerzos de los adultos no alcanzaron para sacarnos del atolladero. Por si no eso no fuera poco, pasó un arriero que no se detuvo a ayudar, pero en cambio nos animó con sus palabras:
      ─Ahí mero se quedó la camionetota que arrastró ayer el agua.
      Mi papá ni le respondió, en cambio me ordenó ir al pueblo más cercano para buscar ayuda de alguien que tuviera un tractor.
      Salí de inmediato del río y caminé tan rápido como podía, porque además no faltaba mucho para que comenzara a oscurecer. No sé cómo caminé descalzo más de doscientos metros, pero cuando me di cuenta, consideré que ya era tarde para regresar a buscar zapatos.
      Tampoco puedo calcular cuánto tiempo caminé, lo que sí recuerdo con nitidez, fue que me topé con varias negativas para ir a rescatar nuestro vocho y el pretexto era desalentador: había llovido en las montañas, no tardaba en bajar la creciente y temían que sus tractores fueran arrastrados.
      Quién sabe qué gesto de decepción me vio un señor, que se acercó a decirme que él si nos ayudaba con su mancuerna de bueyes.
      Regresé al río con el alma más intranquila que antes, porque el avance de la carreta era terriblemente lento, sobre todo en comparación con la oscuridad de la noche y con la corriente de agua que yo imaginaba ya venía para llevarse a mi familia.
      Llegamos a tiempo, el carretero sacó al vocho del agua y pidió que escucháramos un rumor todavía lejano.
      ─Es la creciente ─nos dijo.
      Cuando llegamos a su pueblo, mi papá me dio un abrazo apretado para decirme:
      ─Lo hiciste muy bien ─y además presumió mi hazaña con la familia.
      En toda mi infancia, pocas veces me sentí tan bien conmigo mismo.
      Recordé esta anécdota en una conversación con una amiga, mientras nos sumrgíamos en el pasado para evocar momentos en que como niños nos sentimos fuertes, y lo comparamos con un video infame (no lo puedo llamar de otro modo), que desafortunadamente vi en las redes, en el cual unos padres graban a su hijo mientras sale corriendo ante la falsa alarma de que estaba temblando. El gesto de desencanto del pequeño es inversamente proporcional a la confianza que seguramente tendrá en sus progenitores.
     No pude evitar voltear a ver a mi hijo, me pregunté si ya habrá vivido momentos de gloria o decepciones ante el trato que recibía de sus padres. Concluí que no es mi función hacerlo sentir poderoso, aunque sí puedo fomentar su autonomía y, definitivamente, evitarle momentos de humillación. Lo demás, es chamba suya.
      Ya iba darle la vuelta a la página de este asunto, sólo que se me ocurrió preguntarle a usted que lee estas líneas, ¿recuerda ese momento de su infancia en que se sintió fuerte y con mucho poder? Espero que así sea.
      Hasta la próxima.
 
 

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