Cotidianidades... 161

Fue a principios de este siglo cuando, estando de paso por una comunidad indígena, me tocó presenciar una lucha interna por el agua. Una señora argumentaba que la otra parte del pueblo no podía tener acceso al líquido, porque no había ayudado a pagar el mantenimiento de la bomba, y además porque “el agua la dio Dios, entonces es costumbre que es para todos, por eso ellos no pueden agarrar porque… porque… porque no son parte de todos”.
No me equivoqué al tratar de transcribir sus palabras, fue ella quien se enredó al intentar echar mano de una costumbre que habla de la generosidad para luego pretender justificar su egoísmo. Un joven, quien supuse que era su hijo, entró al quite y expresó que:
—La costumbre dice que hay que compartir, es cierto. Pero si es necesario, la costumbre se cambia.
Pocas semanas después pude asistir a un foro donde se abordaba, precisamente, algunas creencias y costumbres que lentamente han ido cayendo en el olvido en distintos pueblos indígenas.
Casi al final pidió la palabra un joven de origen citadino, y criticó que la modernidad, montada en el capitalismo, estuviera llegando a los pueblos más olvidados para sacarlos no de su miseria, sino de ese entorno mágico y apegado a la naturaleza en que por generaciones habían sobrevivido.
—¿Y a ti quién te dijo que yo quiero vivir así? —le preguntó un anciano indígena, que traía su ropa tradicional y huaraches curtidos por el tiempo— ¿Quién sos vos para decirnos qué es bueno o malo allá donde vivimos?
¡Tómala!
Mudo quedó el joven y volteó hacia otro lado, quizá deseando desaparecer o quizá preguntándose por qué la mentalidad de algunos indígenas está tan contaminada, que no se dan cuenta de que alejarse de la bonita costumbre de —por ejemplo— alumbrar sus casas con leña, les hace daño.
 Recordé estos dos episodios el primero de noviembre en la noche, cuando acompañé al querubín a caminar por la calles, yo vistiendo tan anodino como me era posible, él enfundado en su actitud y traje de Darth Vader, dispuesto a conquistar el universo y, de paso, preparado para pedir “calabacita” (“calaverita”, le dicen en otros lados) en aquellos hogares donde hubieran puesto un altar.
Un conocido me llamó desde su casa para acordar una cita y cuando le comenté en qué menesteres me encontraba, un tanto en pulla y otro poco con ganas de molestar, afirmó que tenía yo un espíritu contradictorio, pues sólo así podía explicarse que siendo tan amante de las tradiciones chiapanecas y defensor de las mismas, me prestara al juego de vestir a los niños al estilo “hallowinesco” (no creo que exista la palabreja, pero él la usó) para emular costumbres ajenas.
 Le contesté que, quizá por pura casualidad, yo también me estaba preguntando algunas cosas sobre él, como por ejemplo, “¿por qué si se cree tan buena persona, en lugar de estar rodeado de amigos o de su familia, siempre se le ve solo?”, pero que de inmediato me respondí a mí mismo: “a ti qué fregados te importa, no seas metiche”, y por eso mejor no le preguntaba nada.
Nos despedimos intercambiando otras bromas, pues no quise contarle que tampoco yo creo en las tradiciones estáticas, es más, estoy convencido de que en la actualidad es difícil encontrar algo que no esté transformándose constantemente, porque de lo contrario es muy probable que desaparezca.
Tampoco quise contarle que creo que las tradiciones las vamos armando entre todos, y si desaparecen, en la mayoría de las ocasiones es porque ya no responden a nuestras necesidades e intereses, y si bien hay que recordarlas en tanto forman parte de la matriz histórico cultural que nos conforma como individuos y pueblos, es complejo mantenerlas vivas a base de buenos deseos y pidiéndole a otros que pongan el ejemplo, los recursos y el esfuerzo.
Además, una costumbre no puede ser construida por una sola persona. Y aun cuando los gobiernos, por ejemplo, quieran meterle dinero para empotrar una nueva tradición, mientras la gente no haga suyo ese ritual o evento, y mientras no esté dispuesto a repetirlo una y otra vez, no será una costumbre, se trate de fiestas charras en lienzos nacidos del capricho o desfiles de catrinas inspiradas en películas de James Bond.
Esa noche los niños salieron a divertirse, a jugar a que son otros, a imaginarse en medio de una película de miedo que en lugar de asustarlos los entusiasma y les provoca asombro, si con el tiempo a eso también se le ve como una costumbre, bienvenida sea.
No por ello algunos dejaremos de poner altares e ir al panteón a visitar a nuestros seres queridos que ya no están con nosotros. Y por otro lado, no será la primera vez que ocurra un sincretismo cultural, con la ventaja de que al menos en este caso la sangre es falsa.
Hasta la próxima.

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