Cotidianidades... 99
04/mayo/2015
Cotidianidades…
Finalizaba
la década de los 50´s del siglo pasado, cuando mis abuelos decidieron dejar su
casa en el ejido Julián Grajales, municipio de Jiquipilas, para irse a vivir a
Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado.
Cuentan
que mi abuela no pudo dejar de llorar las cinco horas que duró el viaje. Atrás
quedaban sus padres, un patio de árboles frutales que ella ayudó a plantar, sus
comadres que en realidad eran amigas de toda la vida y un montón de costumbres
y tradiciones que le daban sentido a su existencia, porque desde ellas se
construyó a sí misma y aprendió a ver y comprender el mundo.
Dicen
que su desolación creció al descubrir que su nuevo hogar (que ni siquiera iba a
ser de su propiedad) sería minúsculo, y no había suficientes recursos para terminar
de hacerlo habitable. Sin embargo, con ese carácter férreo que la caracterizó,
se sobrepuso a la tristeza y con voz imperiosa lanzó órdenes a sus hijos para
que el lugar al menos estuviera limpio la primera noche que pasarían ahí.
En
aquel entonces mi padre tendría poco más de diez años, se recuerda sorprendido
al descubrir la ciudad en el horizonte y entusiasmado por conocer ese nuevo
mundo que se abría ante ellos y que de alguna manera, en ese momento, se le antojaba
más interesante que su pueblo sin luz eléctrica.
Claro
que no la tuvieron fácil, el poco dinero que traían se utilizó, en primer
lugar, para las inscripciones y los útiles de la escuela, y luego para ir
subsanando las carencias que nunca terminaban de ser satisfechas, lo que obligó
a los niños a desperdigarse cada mañana por distintos rumbos, con el objetivo
de ganar algunos centavos y así ir sobreviviendo en el día a día.
Desde
siempre me ha llamado la atención cómo mi padre y mis tíos evocan esos años con
un romanticismo limpio, desbordante de cariño y buenos recuerdos. No lograba
entender esas expresiones llenas de nostalgia, porque al mismo tiempo me
hablaban de una pobreza económica constante e invencible, que haría difícil la
vida de cualquier persona, y sólo después de muchos años he comprendido que
ellos compensaban esas carencias estando unidos, resguardándose de los malos
momentos con el amor de familia y afrontando el desafío de la vida como si se
tratara de una aventura excitante. Aún ahora que han conocido otros tipos de
comodidades y placeres, si se les pregunta, dirán que tuvieron una infancia
feliz.
Mi
padre, en su momento, tuvo una duda que lo acompañó varios lustros: ¿Por qué su
madre decidió trasladarse a la ciudad? En el lugar de origen no les faltaban
alimentos, no tenían deudas ni enemigos y, por otro lado, los pocos momentos de
ocio familiar los gastaban en evocar a la gente y las anécdotas de su pueblo.
Entonces, ¿qué los expulsó de esa tierra que para ellos era lo más cercano al paraíso?
Trabajando
y estudiando, y respaldados principalmente por su madre, varios de mis tíos
lograron hacerse de una profesión. Mi padre, en su momento, eligió estudiar en
la Normal del Estado, se graduó cómo un estudiante regular y después de un
examen de oposición consiguió plaza como maestro de primaria en un pueblito de
San Luis Potosí.
La
noche previa a su partida, mi abuela le pidió hablar a solas. Estoy casi seguro
que mi padre esperaba un discurso de nostalgia adelantada, varias lágrimas y
miles de bendiciones. En cambio encontró una advertencia en tono de regaño, que
a su vez explicaba los motivos de la migración. Sin pretender ser textual (lo
cual sería imposible) y de acuerdo a una charla que tuve con él, mi abuela le
dijo algo más o menos así:
—Ya
te vas para ser maestro. Ya te vas a ir a dar clases a un pueblo como en el que
vivimos. Fíjate bien lo que haces, fíjate bien cómo enseñas, porque tú no
puedes ser un mal maestro. Tú no tienes permiso para dar malas clases. Nosotros
vinimos aquí porque allá en el pueblo no
había buenos maestros, y yo sabía qué para que ustedes hicieran algo bueno en
la vida debían estudiar. Ahora, cada vez que sientas flojera, cada vez que te
pese enseñar, recuerda cuánto sufrimos al dejar nuestra casa para que ustedes
tuvieran buena escuela, y evítales ese sufrimiento a los niños de ese lugar. No
los obligues a irse de su pueblo, no hagas que pasen las penas que nosotros
pasamos. Recuerda que si tú no sabes ser un buen maestro, ellos tal vez tengan
que ir a buscar uno mejor, y yo te consideraré culpable de todo lo que ellos
sufran.
Varias
décadas después mi padre sigue en servicio activo y como desde el principio,
trabajando principalmente en zonas humildes. Es un hombre inteligente, que
constantemente está leyendo y charlando sobre educación para responderse distintas
preguntas: ¿Cómo lograr una enseñanza efectiva? ¿Qué hacemos mal los maestros
cuando no logramos que nuestros estudiantes mejoren su nivel de vida? ¿Cómo
conseguir que a partir de la educación, niños y niñas de zonas marginadas se
transformen en hombres y mujeres que promuevan el desarrollo?
La
enseñanza de vida de mi abuela fue contundente. Estoy convencido de que mi
padre ha sido un profesor comprometido con su labor (desde niño lo recuerdo
pasar horas preparando sus clases), y varias veces he dicho que si pudiera
volver a elegir, él optaría de nuevo por la educación. También estoy seguro de
que en su trayectoria profesional, ha tocado para bien el corazón y la mente de
muchos de sus estudiantes.
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